Desde Barcelona. Luego de 15 días de búsqueda
la familia del mecánico Luis Edgardo Ávila, de 31
años de edad, localizó el cadáver en la morgue.
Hace dos meses llegó de Barcelona, Anzoátegui
en busca de trabajo.
Cómo va uno a saber cuándo es que le toca. Y además, en caso de saber qué haría uno para evadirse. Bueno, lo cierto es que cuando me dirigí a Caracas yo no sabía que me dirigía a la Sucursal del Cielo. A mi muerte. Yo iba alegre. Salí de Barcelona en la madrugada. El día prometía ser fresco y a lo lejos podía oírse un escándalo de alcaravanes que en otros tiempos hubiera sugerido augurios. Hoy, el canto del alcaraván a muy pocos dice algo. A mí las aves me habrían tenido sin cuidado, sino fuera por el vuelo geométrico de los patos que descubrí en mi niñez. La brisa golpeaba agradablemente mi cara y mi vecino de asiento escuchaba una leyenda en su radio. Atrás había dejado mi mala suerte, pensé, una novia linda, un viaje de amigos tomadores y buena gente. No digo que dejaba atrás a mi familia porque uno de la familia no se desprende nunca, como tampoco se desprende de los aromas de la comida de la niñez, ni de los recuerdos gratos que marcan las primeras edades: ¡Cuídate mucho, pelón!, me dijeron los panas al despedirme. Les prometí volver de vez en cuando a tomarnos las cervecitas y a comer sancocho de pescado; nuestra rutina de fin de semana. Les advertí que si había sobrevivido a la inseguridad de Anzoátegui también lo haría en Caracas, que según los periódicos es casi igual.
La novia que dejé era linda. He visto mujeres de muchos países en el ferry de Puerto la Cruz. Fui yo el que la dejó, porque mi propósito era hacer una nueva vida y ella no lo aceptó ¡Estás loco!, me dijo. Ella, seguramente me recordará y a lo mejor asistirá a mi entierro y llorará y dirá que fui un hombre bueno. Lo más seguro es que le diga a mi familia: “vieron que él no andaba conmigo”.
Mi familia me buscó por quince días. Cuando uno desaparece, la familia, por aquello de mente positiva y porque nombrar lo malo es pavoso, lo primero que piensan es que uno está durmiendo en los brazos de una caraja y te buscan es después del tercer día.
Lo cierto es que las cosas no iban bien para la mecánica en Barcelona. Caracas me prometía algo diferente. Caracas da la sensación de que tiene más carros que gente, lo que me hizo creer que faltarían mecánicos. Hace dos meses, envalentonado por los avisos clasificados que solicitaban mecánicos de experiencia, cansado de esa peladera de bolas, agarré mi certificado del INCE y me vine a Caracas a buscar la vida como mecánico y lo conseguí.
Siempre he sido salado. El primer aviso de mala leche me lo dio el corazón saliendo de Barcelona. Los policía nos mandaron a bajar y uno se enamoró de mí. Me dijo que yo me parecía a “Caremuerto”; me empavó. Al rato el autobús iba chocando y casi nos desbarrancamos. Pegué la frente al hierro carcomido del asiento delantero.
Tenía mes y medio trabajando y cada vez que cobraba sentía que me observaban. Una vez en Caracas no tuve tranquilidad alguna. Si uno pudiera elegir cómo morirse yo hubiera elegido otro fin. Eso de ser perseguido por varias personas para robarte es desesperante. Antes de que me mataran, cuando vi que venían detrás de mí lo primerito que se me ocurrió pensar fue: ¡ay Luis Edgardo Ávila y tanto cuero que te echaron para que asistieras a la escuela de karate del Maestro Quin- Chon-Cho! Si me hubiera graduado por lo menos de Cintaverde, a lo mejor que le paraba el trote a esos tipos y, cómo en la novelita de Eduardo Liendo, yo les daba un ratatatata, pero de patada limpia. Mientras pensaba esto ellos se acercaban. Yo no conocía bien este Barrio del 23 de Enero, llamado El Observatorio. A la gente que me topaba le hacía señas con ojos y manos para que se dieran cuenta de que me perseguían y buscaran ayuda, hasta que no hubo remedio y acabaron con mi humanidad, como dicen los periodistas de mi pueblo.
-Dame un cigarro tío, me dijo una voz. –Que sean tres, dijo la otra, antes de que el miedo me dejara decir cualquier cosa. Que no fumaba fue mi respuesta, mientras apuraba el paso para llegar al puesto policial que estaba cerca, cuando escuché decir a la tercera voz que le entregara todo lo de valor que cargara. Me alegré al recordar que mi reloj de oro lo había dejado en Barcelona y que si me pasaba algo, mi mamá y los muchachos lo venderían o se lo entregarían al zamuro de la funeraria.
La misma voz, que en ese momento me pareció la de una de esas personas que ahora los políticos llaman adulto mayor, me dijo que haría conmigo lo mismo que hace treinta tres años hizo a Ricardito Silva en Marín, Yaracuy; a quien saliendo del Bar El Vencedor le traspasó los cachetes de una puñalada para que aprendiera a cargar dinero. Esto me hizo pensar que sobreviviría, pero la alegría de tísico no me duró mucho. Uno me quitó el dinerito que cargaba y me dijo que me fuera, que no le mirara el rostro porque me mataban. En eso la tercera voz argumentó, que desde que me venían siguiendo yo les había visto la cara. Y fue ahí que me detonaron tres veces, después de advertirme que los muertos no hablan. Pero se equivocaron. Los muertos sí hablan y la prueba soy yo.
Si el lector quisiera una prueba científica de la apasionante voz de los muertos, pudiera leerse las crónicas del antropólogo Bill Bass, en el libro Granja de Cadáveres. “Los muertos dicen muchas cosas que sólo personas especiales, con una formación y un talento especiales, tienen la paciencia de oír, pese a la agresión de los sentidos”.
Al principio no sentí dolor. Hay cosas que nunca pude soportar y son el color y el olor de la sangre. Los médicos que ocho días después practicaron mi autopsia, dijeron que había muerto de Shock hipovolémico y Hemorragia masiva. Hoy, ya muerto, sé que eso se lo colocan en todas las autopsias de tiroteados, pero sobre todo cuando uno es un muerto no reclamado por sus familiares. Pero yo me conozco. Podría jurar que morí fue de grima; esa sensación que uno reconoce como una mezcla de miedo repugnancia y desesperación. Es casi seguro (los tipos se fueron rápido) que si no fuera por esa grima a lo mejor y me salvo. Pero la grima se precipitó sobre mí o más bien surgió de mis entrañas empapada de sangre y heces.
Mi familia está pidiendo al gobierno que esclarezca mi crimen y más seguridad personal para el país, alegando que Caracas es más violenta que Afganistán y todo el Golfo Pérsico. Yo no estoy en condiciones de pedir nada, a no ser que fuese el que San Pedro me permitiera entrar al cielo. Pero no le veo la gracia ya que me mataron en la mismísima Sucursal del Cielo, que es como decir en territorio propiedad de la misma empresa. Es como cuando una persona nace en una embajada, que la ficción lo lleva a nacer en el estado al que pertenece esa embajada. Además de eso, aunque no tuve títulos de ningún tipo, tuve la suerte de leer muchos libros; los vendían en las calles de Barcelona, que eran casi que regalados. Me leí completa la colección Nietzsche que, sin derecho devolutivo, me prestó el barbero del barrio. Esos libros me convencieron de que Dios estaba muerto. Poco después leí a un poeta triste llamado Vallejo que afirmaba haber nacido un día que Dios estaba terriblemente enfermo. De modo que aunque mi familia me rece y todo lo que sigue, este muerto no tiene deseos. Un muerto no necesita lujo, ni plañideras y menos estatuas como en los tiempos anteriores a Solón. “El negocio principal de hombre es vivir y acabar de vivir de manera que la buena vida que tuvo, y la buena memoria que deja, le sean urna y epitafio”. A los muertos se les debe honrar únicamente con cuartetas; “bastan cuatro versos para recordar a un difunto”.
Los policías de Caracas, pobre gente, andan investigando mi muerte; no tienen sospechosos. Mi familia, pobre gente, qué le importa ya que agarren o no a esos tipos. Me vinieron a buscar a la Morgue de Bello Monte a fin de enterrarme en el cementerio de Barcelona. Mi sobrino Ángel, a quien seguramente le darán mis libros, que él codiciaba, le dice a mi mamá que tenga calma. Que él quiere ser como yo. Algún día él leerá esta crónica y sabrá entender que la muerte es un espectáculo tan vulgar que es preferible una versión libre de los hechos.
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