Por Samuel López Castillo
Participante del Diplomado Cronistas del Siglo XXI
Gilberto Antolínez
de la Universidad Experimental del Yaracuy (UNEY)
Es quince de noviembre y hay lluvias; lluvias repentinas como sólo hay en San Felipe. El sol escondido detrás de cada nube y éstas se apresuran a desparramarse sobre nuestras ropas pegajosas. Uno tiene que meterse a saltamontes cuando en esta metrópolis llueve, o más bien, a saltacharcos. Las calles, que han acusado bastante la obsolescencia de drenajes y alcantarillados, se convierten en ríos a cada chubasco. A mí me ocurre que siempre que salgo a comprar algo, llueve; claro, siempre salgo después de mediodía. “Bajando por la trece,” como nosotros anda la lluvia.
Yo voy al comercio, a lo de siempre; cruzo la esquina de la doce con sexta, la “esquina de la trampa”, la de los leguleyos, la de los tipos esos que cobran igual o más que un abogado, pero arreglan cualquier entuerto legal; ellos saben lo que los abogados no pudieron aprender en la universidad: son expertos en relaciones públicas de institutos públicos y hasta los jueces utilizan sus servicios y le encargan mandados. Los picapleitos son tantos que en ocasiones es difícil ver al vendedor de yuca y al de quinchoncho.
Escucho varias voces decir ¡pooteee! ¡potee! ¡pooteee!
Me asomo a la carnicería y observo a un despachador pronunciar la misma palabreja, al tiempo que introduce un billete de dos bolívares en una especie de hucha o alcancía hecha con un pote plástico forrado con papel navideño, verde-rojo con animalitos árticos y cornudos y el respectivo trineo. Esta constatación me advierte que está próxima la navidad.
Me pareció que la estampa estaba incompleta y sugerí a la dueña que colocara una de esas canciones que en navidad nos recuerdan, “con una lágrima en la garganta,” a nuestra madre. La propietaria me complació y adicionó que “madre solo hay una”. Todos tarareamos la canción, incluidos clientes y transeúntes y caí en cuenta de que mi única madre esperaba por mi compra.
Hice el pedido y entré en cavilaciones sobre esta costumbre de colocar huchas en los expendios. Se me ocurrió que este pote es heredero hipertrofiado del cochinito, familia de la propina; sólo que el limpio no da propinas. Más correcto es decir que el pote es familia del aguinaldo. Cual hijo del aguinaldo, el pote ha venido obedeciendo a la lógica de aquél y ahora en casi todos los comercios de la ciudad el pote aparece en la misma fecha en que empiezan a pagar los aguinaldos. Sólo los comerciantes tímidos se quedan en la prehistoria, es decir, con el pequeño y modesto cochinito, pues el tal pote tiene hoy la capacidad de un galón.
El pote, diría Niestzsche, o tiene historia o tiene definición. Por ser pertinente su historia, señalemos que este hábito se expresa así: a) En algunos casos el despachador le pide expresamente al comprador que colabore con el pote; b) En otros le preguntará que si no va a colaborar; c) El vendedor comienza a gritar la palabreja a fin de que el comprador no olvide que ahí, exactamente frente a sus ojos, espera paciente el pote; d) Hay dependientes que empiezan a golpear tan fuerte al pote ante la indiferencia del comprador, que éste termina compelido a “colaborar”, es decir a devolver su vuelto.
-Fíjese en mi caso, Sr. Samuel, yo voy a la carnicería muchas veces porque uno el pobre compra al detal. Uno no puede hacer un mercado grande. Mire, si yo cayera en la trampita esa del pote cada vez que fuera a comprar los bistecitos, imagínese cuántas veces tendría que meterle plata a la garrafa esa hasta que llegue la navidad. Sr. Samuel, por la Segunda Avenida hay una ferretería donde hay un pote del tamaño de una garrafa por cada vendedor, y en la otra ferretería hay una mujer que cuando ve que uno se hace el loco le da golpes al pote como un tambor. Ahí es cuando todo el mundo se fija en uno. Yo en esos casos es cuando menos me bajaba de la mula.
Los comerciantes de mi ciudad se aferran a eso del pote para compensar, en navidad, los bajos sueldos que cancelan a sus trabajadores. Con esta estratagema crean una supuesta apariencia de tradicional familiaridad e, indirectamente, “pagan” un incentivo que reparten entre los trabajadores.
La idea no sería detestable si no fuese por el hecho de que esta “generosidad” se convierte a la larga en un tributo adicional contra el consumidor (el IVA navideño). Estoy convencido de la insania de esta práctica. Por lo que a mí respecta me acojo al estatuto, verdaderamente tradicional, de que el comerciante debe procurar agradar a sus clientes y estimularlo, tal como se hacía en otros tiempos cuando, contrariamente a lo de hoy, el comerciante repartía obsequios entre sus mejores clientes. Hoy la cosa es distinta, pues el consumidor además de cancelar lo comprado, debe (esta espuria costumbre es impositiva) echarle al fulano pote, con lo cual paga dos veces. Esta es la lógica del consumismo, de la cultura de masas, de la manipulación cursi, pero jamás de la solidaridad religiosa: hay quienes le colocan al pote una imagen de Jesucristo o de la virgen local, de modo que si usted no “colabora” estaría atentando contra la mismísima voluntad de Dios.
-Señor Samuel, yo varias veces le llegué a echar al pote y vea que como en casi todos los negocios hay, tuve que tomar una decisión salomónica; ahora yo también cargo mi pote aforrado con una imagen de José Gregorio Hernández y, así, cada vez que algún comerciante me enseña su pote, yo le muestro el mío y quedamos tabla. Mi pote jamás será tan pesado como el de ellos, pero me sirve de “contra”.
1 comentario:
excelente pronto veremos a los poetas descifrar historia de yaracuy
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